El plan no podía fallar. Había llevado meses construirlo, y un solo paso en falso era suficiente para echarlo todo a perder. Ambos estaban nerviosos mientras recorrían con velocidad los pasillos ocultos bajo el suelo. Sobre ellos, en la superficie, los guardias acechaban cualquier movimiento sospechoso. Meses de plan dependían de unos minutos, de una noche: aquella noche. La noche en que, después de tantos años en prisión, al fin serían libres.
Todos los movimientos estaban sincronizados de forma perfecta en aquel laberinto del infierno. Izquierda y derecha parecían lo mismo en esos pasadizos oscuros, pero por alguna razón ambos sabían cuál era el camino que buscaban. Si todo salía bien, en apenas unos instantes estarían fuera de la cárcel.
De pronto, un rayo de luz plateado, débil, apenas perceptible, cayó ante ellos. Una alcantarilla se hallaba sobre sus cabezas, dejando paso al brillo de la luna. La salida, su salida. Ya estaban suficientemente lejos de la prisión. Estaban a salvo. No volverían a aquel lugar, aquel era el principio de una vida perfecta, fuera de preocupaciones, fuera del averno encarcelado.
Miraron en derredor. Por primera vez en mucho tiempo veían el mundo que existía más allá de los muros de piedra que rodeaban la penitenciaría, más allá de las alambradas. Los suspiros de alivio y alegría que habían comenzado a llenar el aire pronto se apagaron, convirtiéndose en decepción y desesperación. El paisaje que se extendía a su alrededor, aunque más grande, no era más que otra cárcel. Una cárcel de la que no podían escapar.
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