domingo, 29 de diciembre de 2013

Éste es nuestro circo

Las lágrimas recorren mis mejillas y caen al suelo de arena. Me escuecen los ojos y las manos me tiemblan. Siento los grilletes incrustados en mis muñecas. Me queman. A mi lado, niños que no pueden gritar ni defenderse clavan la mirada en el fondo del pasillo. Es una mirada llena de miedo, de incertidumbre, de incomprensión. Me gustaría que todo esto pudiera ocurrir de otra forma, pero si así tiene que ser, estoy dispuesto a formar parte de este plan tan extraño.
Las rejas se abren y caminamos lentamente a través del pasillo, arrastrando los pies en silencio, sin atrevernos a decir nada. Tengo miedo, todos tenemos miedo, pero estoy seguro que nadie duda por qué estamos aquí, y nadie se arrepiente.
Llegamos al interior del circo. El emperador nos mira con mirada desafiante, cargada de odio, y su mirada es acompañada por los gritos de cientos o miles de personas que han venido.
Sueltan a las fieras. Mi mirada se pierde en el infinito. No trato de escapar, no trato de luchar... todo lo que tenía que hacer ya está hecho.
Un tigre salta sobre mí, derribándome, y me muerde el hombro. El dolor nubla mi vista y me impide mover el brazo. Pero no importa, lo entiendo todo. Estoy en el circo más grande que haya existido jamás. Siempre fuimos perseguidos.
Antes de expirar recuerdo sus palabras: "¿Nunca has soñado que morías en un circo romano por defender la Verdad? Mira a tu alrededor: éste es nuestro circo."
Ya puedo morir en paz.


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sábado, 14 de diciembre de 2013

Dedos como martillitos

Está nervioso. Mira por una rendija antes de salir al escenario. Ha venido mucha gente a verle. Cierra los ojos unos segundos y respira profundamente. Trata de tranquilizarse, pero no lo consigue. Tiene las manos frías y las piernas le han empezado a temblar.
Cuando oye su nombre se le agita el corazón y empieza a latirle más fuerte, más rápido. Camina erguido hacia el centro del escenario y saluda. Se mueve elegantemente, como le han enseñado.
Ajusta la altura de la banqueta y coloca los dedos sobre las teclas del piano. Vuelve a respirar profundamente y se genera un silencio profundo que invade todo el teatro. Tras unos segundos, la música empieza a sonar, rompiendo el silencio, llenando los oídos de sensaciones increíbles.
Una tras otra, las notas se suceden para crear la melodía más bella que jamás se había escuchado. El público disfruta plácidamente de aquel regalo.
Acabada la pieza, el pianista se levanta, saluda con la misma elegancia y profesionalidad con que había saludado antes y sale del escenario. No hubo aplausos: la gente había quedado tan embelesada por lo que había escuchado que olvidó aplaudir. Y es que aquella noche no solo escucharon al mejor pianista de la historia: aquella noche escucharon música.


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