El águila volaba plácidamente. Se apoyaba en el viento y descansaba con las alas extendidas. Apenas las batía. Sentía el viento en la cara, le encantaba. Bajo ella podía ver un vasto paisaje que ahora no describiré. Volaba sobrepasando bosques, montañas, pueblos, lagos... Sentía dominar el mundo.
Los niños la señalaban cuando la veían pasar, y a ella le encantaba. Nadie podía con ella, su mundo era perfecto. El águila profirió un chillido, alegre, majestuoso, imponente, y todos los demás animales escucharon lo feliz que se sentía el águila.
El tigre la envidiaba y deseaba poder deshacerse de ella, sin ella sospechar siquiera que pudiera existir un deseo semejante. Mientras, otros animales observaban admirados cómo volaba el águila. El ciervo se imaginaba batiendo unas enormes alas, el delfín soñaba con poder ver el mundo. Pero todo eso era privilegio del águila, no todos tenían que poder.
De pronto, el viento cambió de dirección. No lo notaron ni el mar ni la tierra, pero el águila comenzó a cansarse de batir las alas. Se sentía débil, pero no quería cambiar su rumbo. Mientras, varios kilómetros por debajo de ella, el tigre ya estaba preparado.
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