Está nervioso. Mira por una rendija antes de salir al escenario. Ha venido mucha gente a verle. Cierra los ojos unos segundos y respira profundamente. Trata de tranquilizarse, pero no lo consigue. Tiene las manos frías y las piernas le han empezado a temblar.
Cuando oye su nombre se le agita el corazón y empieza a latirle más fuerte, más rápido. Camina erguido hacia el centro del escenario y saluda. Se mueve elegantemente, como le han enseñado.
Ajusta la altura de la banqueta y coloca los dedos sobre las teclas del piano. Vuelve a respirar profundamente y se genera un silencio profundo que invade todo el teatro. Tras unos segundos, la música empieza a sonar, rompiendo el silencio, llenando los oídos de sensaciones increíbles.
Una tras otra, las notas se suceden para crear la melodía más bella que jamás se había escuchado. El público disfruta plácidamente de aquel regalo.
Acabada la pieza, el pianista se levanta, saluda con la misma elegancia y profesionalidad con que había saludado antes y sale del escenario. No hubo aplausos: la gente había quedado tan embelesada por lo que había escuchado que olvidó aplaudir. Y es que aquella noche no solo escucharon al mejor pianista de la historia: aquella noche escucharon música.
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