Una vez, no sé
exactamente hace cuánto, un escritor decidió jugar con sus
lectores. El juego consistía en que cada lector le decía al
escritor algunas palabras inusuales, o de difícil uso o comprensión,
y el escritor debía incluirlas en su siguiente publicación.
Durante meses, esa
parecía la única regla del juego, pero en realidad no era más que
un simple artificio del autor para captar la atención de sus
lectores. Y es que, como bien escribió aquel autor cuando concluyó
su obra: “Una obra no es obra si no tiene lectores”. Él estaba
convencido que un escritor, como cualquier otro artista, dependía de
su público. Él no era artista por lo que escribía, sino por lo que
su público leía.
Nunca dejó de jugar, a
ese y otros juegos, con sus lectores. Aceptaba lo que sus lectores
proponían e inventaba nuevos estilos de escritura. Escribía y
esperaba, pues sabía que, cuando el lector acabase este relato, iba
a comenzar un nuevo juego.
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