Y de pronto, en un momento, lo entendió todo.
Lo entendió mientras caminaba. Tenía la frente empapada de sudor y las gotas le caían arrastrándose por las patillas.
Respiraba agitado. No estaba acostumbrado a hacer ese ejercicio físico. El sol, que aparecía de repente cuando la niebla desaparecía, golpeaba fuerte, sobre todo en el cuello. No se había echado crema, no llevaba.
Caminaba más bien encorvado, a pesar de que la mochila no le pesaba demasiado. Las pendientes empinadas le iban a causar dolor de espalda.
No solía llevar bastón, y tampoco hacía demasiadas paradas. De hecho, las paradas que hacía eran cortas, muy cortas. Incluso demasiado cortas. Un día recorrió casi 30 kilómetros parando apenas unos minutos. Era lo malo de caminar entre los últimos.
Pensaba, meditaba, reflexionaba. Hablaba y al hablar descubría. No caminaba solo. La compañía le parecía la mejor. Era la mejor. Fue por eso por lo que lo entendió todo. Miró a su alrededor y dejó de pensar. Ya no se trataba de pensar. Miró a los demás. En ellos encontró lo que buscaba.
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