A veces para llorar no se necesitan lágrimas, todos lo saben. Para llorar de alegría, tampoco. Es más bien una sensación de ensalzamiento del alma, como si pudieras sentir el cielo y saber que es real. Aunque solo sea por un momento.
Para sentir el cielo no se necesita el tacto, el gusto ni el olfato. Quizá tampoco los otros sentidos, no lo sé. Solo se necesita una princesita que te haga ver que, efectivamente, lo esencial es invisible a los ojos. Que te abra el corazón, que te cuente cosas que ya estás harto de oír, pero de otra manera. Que su forma de hablar embelese tus oídos, que su voz sea más música que la que acabas de escuchar o estés escuchando.
Si el mundo supiera quién es esa princesita que convierte media hora de espera en media hora de la forma más bella de felicidad sería un mundo mucho más pleno. ¡Ay, si el mundo conociera a mi princesita! Entonces el mundo tendría esperanza.
No sé quién puede entender lo que siento. Quién pudiera pensar que después de tanto tiempo volvería a escribir de verdad. A pesar de que, quizás, mi princesita no lea esto, quiero trazar unos torpes intentos de que entendáis quién es la princesita:
Una pequeña charla
(menos de media hora),
una niña majara
y a la vez encantadora.
Dos trenzas de oro,
una apariencia perversa
y un momento solo
la convierten en princesa.
Dime, ¿Quién eres?
Un poco de cielo,
un día de nieve,
la ilusión del invierno
cuando llegan los Reyes.
Dime, ¿Quién eres?
La belleza de un artista,
el pensamiento del más sabio,
la obra más realista
que logró hacer el mejor mago.
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